Un mar negro de incompletitudes, así logré definir y resumir
mi patética y trasnochada existencia. ¿Cuánta vaina no azotaría mi conciencia,
mientras que yo, trémulo y olvidadizo me ceñía a la realidad, iracundo y con un
deseo innato de volverme un plaguicida o la mortandad andante? Esos síndromes
de manos negras y próstatas en declive, eran como un minúsculo plato de entrada
para desear tener derecho de propiedad sobre la parca, y darme el lujo de agotarle el aire a esos desencausados.
En fin, todo es tan reprochable cuando se trata de la
sentencia que carga consigo cada uno de los colom(b)violentados, desde su
origen gestado en las entrañas de las cúpulas políticas, donde plagas horrendas
constantemente inhalan nuestras utopías y absorben con deleite y placer nuestra
mínima causa de existencia. ¿Libertad?
No podría pensar uno en ese concepto, siendo tan ajeno a nuestras intenciones.
Sólo hemos sabido crecer o intentar sobrevivir en medio de las impertinencias y
desapariciones… tanto así que podríamos creer que es un componente en el aire
lo que nos obliga a pensar en la muerte como un cotidiano, y en la vida como
una novia con promesas virginales pero que termina siendo la celestina de la
universalidad y no se nos hace propia, aunque así lo quisiéramos.
Pero aún en estos tiempos de cobardía desmesurada, es
posible más allá de lo que estos asiduos
instantes de remembranza evocan, entender la rabia como un eco
clandestino de mártires que siguen el ritmo del talante, de mi palpitar furioso
e indignado que me han hecho merecedor del título de poeta mercenario, capaz de torturar y asesinar con letras, pero
también de brindar resurrección no bendita a mis muertos, de encender
nuevamente sus miradas inertes en la mía
y caminar con ellos en la palabra. Sin
más ni menos, las esperanzas dejarían de ser como fugaces balas en la
periferia, las mismas que han ido marcando siempre la dirección y vía al “desarrollo” con esquirlas de fuego y
lágrimas.
Pienso: ¡Ay, muerte! Mi amada y repudiada musa, no imaginas
cuánto me indigna que te hayas prostituido, volviéndote la amante de paracos,
sicarios, de todos esos asesinos que te han puesto a besar a los inocentes y a
robarte sus pretensiones vitalicias, dejando a un pueblo, huérfano de ideales.
He pretendido verte aún de la más magna manera, con la esencia e importancia de
tu origen, pero ya el tiempo y la cantidad de lápidas ofrendadas en la
injusticia me han hecho pensar en ti como una cualquiera, tanto así que sólo te
harían falta unas buenas siliconas para pasar desapercibida entre lo
importante, pero asediada por las intenciones banales de aquellos cuya
existencia se basa en el cinismo malévolo y la hipocresía.
Ahora, sin gran brillantez pero con mi humor que aun siendo
negro, existe, me despojé de la crítica y encaminé mis furias y pasiones hasta
lograr desarrollar una especie de
síndrome llamado filantropía, tanto así que en ocasiones me siento como una
Calcuta sindicalista, claro está, que no fui yo quien eligió caminar entre la
lepra y las eses rimbombantes de los burgueses, pero sí en creer en mi verdad
como finalidad de existencia, como máximo absolutismo. También descubrí que en
otra vertebra de mis inconsistencias mentales y emocionales, durante cada
minuto marcante de mis tiempos, contradecirme de la manera más sencilla es una
de mis cualidades en potencia, en especial cuando de amor por alguien se trata
(Claro está, que mi percepción de ese bicho de asfalto y montaña se ha teñido
sólo de rabias y ausencias) pero bien, he sabido sexuarme las mentes,
deleitarme de ingratitudes, comprender lo efímero y pretender sublevarme en los
recuerdos. Me he perdido infinitas veces, queriendo suplir mi existencia en
leves caricias, pero la vida me ha maltratado, y me ha sido más cariñoso un
fusil apuntando con sus cadavéricos besos, que esas mujeres que aún no
comprenden el valor de la nada como un todo.
Supongo que al leer a esta maraña de líneas grises con
intención de recobrar un matiz, muchos se habrán preguntado si quizá yo me he
enamorado… Pues sí, tanto así que me ofrendé a la mismísima frustración de que algo me
significara más que la rabia, campo del cual soy un licenciado con innumerables
maestrías y especializaciones en desprecio e ironía, con objetivos de ataque ya
predestinados. Como sea, me enamoré del pasado, de la fuerza de esas voces y
puños en alto, de la rebeldía a través del conocimiento, de la canción que
tergiversó la conciencia de las masas, esa ira conjunta capaz de aplastar al
opresor, como el alma y sentir
clandestino del pueblo indignado y sediento de
justicia. Ellos, los verdaderos próceres, aún teniendo a cuestas una
cruz que nunca les debió pertenecer, permanecieron bajo la lluvia de balas…
quizá pensando en que la vida es bella siempre y cuando exista una “Causa”.
Mi orgullo y mi reproche, pero siempre mía… “La causa” fue
indeterminablemente el encuentro de mis trivialidades, de mi pesimismo en
potencia, de mi rabia instintiva y algunas cualidades que terminaron siendo el
farol en un sendero plagado de pestes. Supe aceptarlo aún con la amargura e
insatisfacciones que a veces trae consigo, lo preferí así, amar un algo para
dar un todo por eso, de otra manera mi lucidez suele ser patética, pues en mi
camino he sufrido cantidades exorbitantes de deseos por algunas revoltosas
magníficas, el problema en cuestión es que con ellas sólo he metido la pata, la
rodilla y el torso entero cuando de ser todo un “caballero” se trata. Y me
justifico en el simple hecho de que se me hace irascible intentar ser cortés
cuando mi naturaleza radica en una dualidad entre admiración y asco
indeterminable.
“La Causa” bien ha sabido seducirme, y no es un placer
concentrado en la entrepierna, es quizá
la pequeña muerte en vida que tanto se necesita para comprender que es tiempo
de levantar a los objetores y de exponer a los revestidos por la moral. Mis
letras, casi desechas por los críticos de la coherencia dialéctica, son una
re-significación de la muerte, una oda a la putrefacción de la sociedad, y un
leve canto esperanzador por la vida y la libertad de los encausados.
Por: Una Fulana